Los hijos de Sherezade
Nuestro compañero Nelson Calderón nos regala esta hermosa crónica de una tarde en la Plaza Jemaa-el-Fna, espacio cultura de Marrakech, nombrado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. Un lugar único que Nelson nos acerca a través de su sensible relato.
Los hijos de Sherezade
El sol se desliza con suavidad detrás de los dientes de esta boca abierta que es la plaza Jemaa-el-Fna mientras sobre los adoquines empiezan a caminar hasta los escorpiones. El tranquilo languidecer de la luz del sol parece la señal para que una multitud asalte la plaza venida desde cualquier rincón de la ciudad de Marrakech o más allá. Los músicos, los bailarines, los encantadores de serpientes, los arrancamuelas, los de los puestos de comida, los vendedores de agua, los adivinadores… ya llevan un rato dentro, dando cuenta de la escasa clientela madrugadora, pero es ahora cuando empieza a marchar el tiempo en el que de verdad van a ganarse la vida.
Cada uno por su lado inicia con vigor su espectáculo, venta o encantamiento, pero visto con perspectiva en realidad parecen formar una sola performance desordenada que, además, tiene la asombrosa cualidad de tocar los cinco sentidos. El del olfato es quizás el más trasgresor e invasivo ya que desde las incontables planchas y fogones de los puestos de comida ondulan intensas humaredas que no reconocen fronteras y llegan hasta el lugar más insospechado donde las tripas de los hambrientos suenan y la picante caricia del humo hace llorar hasta al más valiente.
Un hombre camina sin detenerse en los diferentes corros que se han formado, lleva bajo el brazo una silla plegable de madera y asiento de cuero, ¿quizás de camello? Viste una chilaba verde esmeralda que luce opaca y desgastada, pero a pesar de ese estropicio hecho por el tiempo, tiene la apariencia de algún día haber soltado destellos con la luz de la luna. Hay personas que lo miran, parece que lo conocen y sin decirle nada lo siguen. El hombre se detiene en una especie de margen de la plaza, a una distancia prudencial de los fogones y de cualquier vendedor o artista placero. Despliega la silla y se sienta en ella. Los que lo siguen hacen la función de primeras piedras del semicírculo que empieza a formarse alrededor de él.
El cuentacuentos saluda con una sonrisa a su público y se ve que la sonrisa es sincera, tal vez porque puede ver que a pesar del barullo, las otras ofertas artísticas, la televisión, los móviles y tantos otros cachivaches modernos, todavía hay personas que quieren escucharlo, no muchas, pero son unos cuantos, doce, más o menos. Después del saludo empieza con la introducción de una historia y mientras lo hace se acaricia su barba cana y los destellos que ya no despide su chilaba aparecen en su mirada.
Algunos de los espectadores se acuclillan buscando estar más cómodos que de pie. La historia empieza y por los doce pares de ojos y de oídos es por donde entra el embrujo. Una pareja con rasgos anglosajones se acerca al semicírculo, es posible que no entiendan ni una palabra de lo que el narrador está diciendo, o quizás sí, porque en su teces empiezan a aparecer las mismas líneas que en las de los demás oyentes.
Aquel hombre no solo habla, también está escribiendo en el aire, como dice Manuel Rivas de los narradores orales. En un momento su voz empieza a sonar a canto, uno que puede emocionar aunque desconozcas su lengua, porque lleva consigo la maestría y el misterio de tocar el alma.
Pero no solo es la voz, también es el cuerpo quien dibuja la historia: el rictus fiero de un guerrero, la mano suplicante de una madre, las dunas de un interminable desierto, el paisaje milagroso de un oasis.
Juan Goytisolo sabía muy bien cruzar ese puente que le tendía el cuentacuentos para ir más allá, a los territorios donde todo es posible. Muchas veces él también fue uno de los que estuvo allí, viviendo las historias, dejándose tocar el espíritu, tanto como para autodenominarse hijo de la plaza, un término que antes de que Goytisolo lo reivindicara, con un orgullo que contagió a todos, era como llamarse un hijo de puta. Tal vez en una noche como estas, bajo la mirada hipnótica del cuentacuentos, fue cuando Goytisolo acumuló los arrestos suficientes para emprender sin vacilación una cruzada que culminó con la declaración de la Plaza Jemaa-el-Fna como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en el año 2001.
El hombre termina la historia y los primeros en aplaudir son la pareja rubia, rompiendo el silencio de ese microclima creado por el narrador en medio del caos. Los demás espectadores los imitan, ellos hubieran esperado un poco más porque saben de la delicia de ese valle que precede a la última palabra de un relato.
Los cuentos transcurren en una melodiosa concatenación, pero todo tiene su final, sobre todo lo que no tienes ganas de que acabe. Algunos de los espectadores se acercan al cuentacuentos y le entregan en mano una moneda, un billete de veinte dírhams y la pareja, uno de cinco dólares. Él guarda el dinero en un bolsillo de su chilaba mientras les agradece a todos con la misma sonrisa sincera del principio, una sonrisa humilde pero a la vez orgullosa porque sabe muy bien lo que ha sido capaz de hacer con la aparente desnudez de sus palabras. Ya hace rato que el sol ha caído en ese rincón del mundo y una sesión de cuentos es solo el comienzo de otra.
Nuevo público tomará su sitio sobre los adoquines de la plaza para atreverse en un viaje de giros insospechados. Cuando ya sea tarde y las palabras del narrador estén cansadas para volver a emprender el vuelo, este plegará la silla, volverá a ponérsela bajo el brazo y se irá. No quedará nada de lo ocurrido en ese margen de la plaza estratégicamente elegido, nada de los castillos gloriosos, de los sublimes sentimientos de la princesa, del a veces doloroso aprendizaje de la vida. Sí, no quedará nada, al menos en apariencia, porque todos se habrán llevado algo dentro.
Mientras se aleje de una plaza que aún seguirá palpitando con estruendo, él sentirá que la luz de la luna hace brillar de nuevo su chilaba verde esmeralda como cuando no eran doce o catorce sus espectadores, sino cien o más, y ni sus amigos ni nadie se atrevía a decirle que hiciera otra cosa más rentable, suvenires para los turistas, por ejemplo. Cruzará solo uno de los arcos que entran en la vieja medina y se perderá en las sombras, en un viaje que algún día no tendrá retorno; ese día, cuando sus palabras desaparezcan, es posible que ya no haya nadie más que desempeñe su oficio en la plaza Jemaa-el-Fna.
Tampoco será una tragedia, quizás solo una muerte triste, pero a la vez poéticamente hermosa. La palabra, como el agua, seguirá buscando el camino entre los intersticios de la vida, abriéndose paso en un millón de lugares a la vez para brotar de una garganta y decir con un ímpetu milenario: Había una vez…
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